Ser consciente y responsable son las notas características definitorias del ser humano-y las que nos diferencian radicalmente de otros seres de este planeta, con los que compartimos tantas otras cualidades comunes. Desgraciadamente, en todas las latitudes en las que se ha implantado el modelo del Estado paternalista, y nuestro país no es la excepción, asistimos al mismo proceso de un paulatino desvanecimiento de la responsabilidad del individuo, que paulatinamente va delegando en la autoridad pública muchas de sus indeclinables obligaciones personales, lo que lleva implícito una preocupante deshumanización.
Cada día con más frecuencia, vastos sectores de nuestra población pretenden que sin ningún esfuerzo de su parte, El Estado les solucione tareas que tradicionalmente se consideraban como responsabilidades del individuo y de su núcleo familiar. En estas pretensiones son alentados por políticos a la caza de votos, que ofrecen favores y regalías a diestra y siniestra, a costas del Erario público. No puede discutirse que hay campos, como el de la educación y el de la salud, en los que se requiere la intervención estatal para asegurar que estos servicios lleguen a todos los sectores de la sociedad pero esto no puede llevarse al extremo de que El Estado se convierta en todas las instancias, en la institutriz y protectora de individuos que pueden y deben valerse por sí mismos y que, en vez de ser cargas sociales, debieran contribuir con su trabajo y esfuerzo al bienestar general y al engrandecimiento de la nación. Pero en vez de exigir ese obligado aporte, muchos funcionarios investidos de autoridad, miman y alcahuetean peligrosamente a vagos y maleantes que los desafían y amenazan y ni que decir si estos antisociales aún no han llegado a la mayoridad. En tales casos, los “defensores de los derechos de los menores de edad”, llegan al paroxismo y son capaces de agredir a los que, en su concepto, están desconociendo los derechos de sus protegidos.
En estos días, leí en la prensa que las integrantes de un Tribunal Penal Juvenil, después de revocar la orden de prisión preventiva decretada por otras juezas de menor rango, contra unos menores que asesinaron a las personas que habían asaltado para robarles, no satisfechas con poner en libertad a los maleantes, formularon cargos contra sus colegas ante la inspección judicial, por considerar que sus colegas de menor jerarquía habían violado los derechos constitucionales de los menores delincuentes. Todos los días, a vista y paciencia de las autoridades, nos salen al paso, por las calles principales de la capital, muchachos adolescentes de aspecto vigoroso, que agresiva y descaradamente piden limosna a los conductores y en no pocas ocasiones golpean o rayan sus vehículos como represalia, cuando éstos no les dan nada.
Las autoridades no retiran de la vía pública a estos amenazantes, por cuanto “no es delito pedir limosna y nadie puede ser detenido sin un indicio comprobado de haberlo cometido”. No ignoro el artículo 37 de la Constitución Política, pero es evidente que si realmente estamos dispuestos a librar un contundente ataque a la delincuencia, debemos prescindir de florilegios retóricos, propios de académicos teorizantes y empezar por revisar todos los textos legales que en su época pudieron representar una legítima garantía individual, pero que actualmente se han convertido en un valladar a cualquier tentativa para librar una efectiva campaña preventiva contra los potenciales delincuentes. No es sensato esperar a que un vagabundo, sin oficio conocido ni medios propios de subsistencia, cometa un delito para meterlo en prisión.
Todas estas personas, una vez comprobada sumariamente que constituyen una amenaza social, deben quedar sujetas a una medida de seguridad y obligadas a trabajar en alguna obra pública, en vez de internarlos en una prisión sin hacer nada, pues de esta manera lo que se consigue es reafirmarlos en su vagancia y en su resentimiento social. Cada vez que el delincuente, apoyados ritualismos sin sentido, logra salirse con las suya, entre los mejores ciudadanos se deteriora aún más la fe en la justicia y en la eficacia de los Tribunales, lo que contribuye a la propagación de la anarquía y la corrupción.